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ALCMEON 6
La crisis de los principios cientifícos
Dr. Juan José Ipar
Summary
The author revisits the crisis thal modern science underwent by end- 19th century which, in his opinion, was a crisis of principles. One of them-the principle of continuity-was so affected that the present article discusses the in-depth modification that changed the explanation phenomena were given as of that time onwards. A Biological example, and a Physical example are presented.
Key words: Epistemology
ALCMEON Vol.2, Nº 2, 171-181 mayo 1992
Como ya quedó dicho (1), con la expresión «crisis de principios» (Grundiagenkrise) queremos hacer referencia a la conmoción que a fines del siglo XIX y comienzos del XX convulsionó al mundo científico llegando a interesar hasta los cimientos mismos de la ciencia, esto es, sus principios.
En este trabajo examinaremos sumariamente la gestación de dicha crisis y el modo en que fue afectado un principio científico tradicional, el de continuidad, cuyo origen puede rastrearse hasta Parménides.
Pero antes, digamos algo acerca de las nociones de principio y crisis. La noción de «principio» se liga a la de "fundamento" (Grund), aquello sobre lo cual otra u otras cosas se apoyan y sin lo cual no podrían sostenerse en el ser. Cuando algo pierde su fundamento, se hunde en la nada, pasa del ser al no-ser y esto es lo que Aristóteles entendía como corrupción, proceso opuesto al de la generación. De allí que también la noción de «principio» está próxima a la de «origen» y aún «causa». Un principio es lo que está absolutamente «antes», sea en rango, sea en el tiempo, de que aquello de lo cual es principio, y, por ser tal, no depende de nada. Esto último es lo que quiere decir ab-soluto: des-ligado, des-atado, que no depende de otra cosa.
Si hay algo que caracteriza a la ciencia de los modernos, es, precisamente, la búsqueda de fundamentación del conocimiento, aún cuando es remontable hasta los filósofos antiguos. Aristóteles afirmaba que conocer algo es conocer su causa (aitía), es decir, aquello de lo cual algo procede y en lo que se sostiene. Sólo la fe prescinde de fundamentaciones; el creyente fervoroso no necesita pruebas ni demostraciones de sus verdades pues conoce suficientemente «con el corazón». Más todavía, es perfectamente capaz de ofrecer pruebas de su fe y no otra cosa fue lo que hicieron los mártires (testigos) cristianos.
Cuando la fe claudica y entra en crisis es que nace la necesidad de entender "con la razón». Todo el Medioevo está signado por esta tensión entre duda y fe condensada en la famosa fórmula de San Anselmo de la fades quaerens intellectum, la búsqueda de la intelección de lo que se conoce por la fé. Tampoco es casual que la Modernidad tenga su inicio con Descartes filosofando a partir de la duda. Su mérito es, justamente, imprimirle un carácter filosófico a la duda del corazón. Al convertir la duda en un instrumento filosófico, la transforma en una duda racional, o, mejor, en una razón dubitante. La razón, pues, duda, cosa que no debe de ser esperable: la duda está en lo más íntimo de la razón así como la fe se presenta como certeza. Por ello es que la filosofía (y luego la ciencia de los modernos) es en su esencia ejercicio de la razón, pues es un estado de búsqueda de lo verdadero más que una colección de resultados.
La razón no sólo duda de los datos de la fe sino que, puesta seriamente a dudar, descubre que se puede dudar de casi todo. Esta cuasi follie de doute engendra la pasión moderna porfundamentar. La Modernidad nace, entonces, de una crisis, de la crisis de la fe teologal cristiana y le pide a la razón que le devuelva las certezas perdidas. Claro que la ciencia tuvo sus mártires, pero ése no era el método de recuperación buscado.
Respecto a la noción de «crisis» diremos que significa literalmente «acción de cribar», de allí, separar una cosa de Otra, discernir (misma raíz ker, kri, kr). Cuando se es capaz de discernir, se es asimismo capaz de elegir con qué cosas quedarse y de qué cosas desprenderse. Porello se llama crisis a los momentos difíciles en que una persona o una nación se ven obligados a tomar decisiones fundamentales que hacen a su futuro. La racionalidad mira hacia el futuro -el ideal es predecir- y es esa misma mirada que ha de penetrarlo todo. La fe, por el contrario, bien puede ser ciega y hasta prescindir de las imposiciones de la lógica. Videre ut credere, ver para creer, es el lema de la desconfiada razón y el agustiniano credo quia absurdum (creo porque es absurdo) el de la fé.
Dijimos ya que con Kant se opera la separación entre ciencia y ontología: los entes metaempíricos no funcionan más como soporte y garantía de la verdad cientítica, quedando la ciencia sostenida por sus propios principios, lo que Kant llamaba Física Pura. Esta separación se completa con Comte: la ciencia es perfectamente capaz de construir sus cimientos sin el concurso de la filosofía.
Pero, si la ciencia había logrado sacudirse el yugo de la Religión, se había librado del influjo de los ensueños metafísicos, ¿cómo es que entró en crisis en vez de seguir plácidamente su curso? La crisis no se debió a hechos que ocurrieran fuera de la ciencia y que desde allí la afectaran, sino que la propia investigación científica derivó en un cuestionamiento de principios que tradicionalmente se consideraban verdaderos e inmunes a toda duda dado que ya habían sido sometidos a crítica. Son científicos-Mach, Poincaré, Planck, Einstein, etc.-los que precipitan la crisis de la ciencia. Los epistemólogos aparecen luego de que estos científicos se vieran precisados a interesarse filosóficamente por sus quehaceres. La filosofía siempre llega tarde, decía Hegel y la epistemología se funda, por así decirlo, una vez que las cosas ya habían empezado y la crisis estaba instalada.
La crisis es una crisis de crecimiento y no comporta, por tanto, un fracaso para la ciencia. Por lo demás, no se trata tampoco de arrojar lisa y llanamente a la basura los viejos principios. Se especula con descubrir nuevos principios más abarcadores de los que los viejos principios serían casos especiales o bien, se abriga la esperanza de que la profundización de las investigaciones haga desaparecer las objeciones a los viejos principios, posibilitando su conservación. De todas maneras, la ciencia se vuelve un problema para los científicos y ya no se trata meramente de encerrarse en un laboratorio y hacer progresar la ciencia por el camino ya despejado y seguro. Los científicos se vuelven conscientes de la historicidad de la ciencia, aunque sea para refutarla limitándola a la investigación y no a la verdad científica misma. Se instala la sospecha inquietante de que las verdades de la ciencia son dependientes del momento de desarrollo en que cada ciencia se halle. La Naturaleza tiene ahora su «historia", la Historia Natural, cuyos imponentes museos son clásicos monumentos científicos y arquitectónicos del siglo XIX. La filosofía también se historiza y es mérito de Hegel el haber confeccionado la primera historia de la filosofía. Si el tiempo todo lo penetra, todo lo gasta, no cabría esperar que ninguna verdad se sostenga perennemente. Las verdades que la ciencia puede proporcionarnos son, pues, transitorias y nos vemos en perplejizante situación de poder anticipar esta transitoriedad. En un banquete en honor a Einstein se le preguntó cuánto tiempo pensaba que se sostendrían sus teorías físicas, visto que las de Newton habían conservado su vigencia «sólo» dos siglos. Einstein dió la respuesta de las vírgenes y soltó un lacónico «no sé".
La física einsteiniana dio por tierra con la que Newton había construído. Tal parece que la ciencia va derribando lo que ha ido edificando. Se impone la pregunta: ¿hay, entonces, una verdad última a la que nos vamos aproximando por etapas de modo que Newton estaría más cerca de ella que Ptolomeo y Einstein más cerca que Newton? ¿Cómo estar seguros? ¿Quién garantizará ese continuo progreso y un eventual arribo al feliz destino?
Como ya no hay garantes de la verdad que estén más allá de la verdad, científicos y epistemólogos se vieron obligados a renunciar a la noción de verdad última y a limitarse a producir modelos que expliquen hechos. Algunas corrientes dentro del campo científico, sin embargo, se resisten a simplemente crear ficciones científicas y pretenden hablar de la realidad de las cosas sin renunciar a esta noción de verdad última. Hay que convenir en que desde una óptica estrictamente positivista, la ciencia debe apartar de sí todo tipo de residuo metafísico y ceñirse a los hechos "tal como estos se brindan a la observación». No hay «realidad» ni «cosas", sino hechos. La cuestión será erradicar del lenguaje científico toda una batería conceptual de raigambre metafísica que se remonta, cuando menos, al realismo aristotélico.
Uno de esos conceptos es el de causa: en la perspectiva positivista no hay propiamente causa ni efecto, sólo hay dos hechos que se suceden; la relación (que uno sea causa del otro y éste, efecto del primero) no es observable, no es un hecho y, por consiguiente, cae fuera de la competencia científica y nada puede decirse científicamente acerca de ella. La crisis es una crisis categorial y nociones como cuerpo, masa, energía, ley, causa, materia, espacio, fuerza, etc., deben ser revisados pues están contaminados de residuos metafísicos. Es urgente contar con una lengua depurada, visto que la lengua científica utilizada se asemeja peligrosamente a la vulgar, plena de ambigüedad y polisemia terminológica. Es posible una lengua sin malentendidos? La linguística estructural es otra hija de la crisis y heredera de la darwiniana Filología Comparada. Llega a su fin el ostracismo al que el positivismo había condenado a la filosofía y la ciencia deviene el objeto filosófico par excellence. La ciencia, empero, sigue y sigue adelantándose y cada vez aparecen más cuestiones que quedan necesariamente pendientes; la crisis se vuelve permanente y deja de ser un episodio puntual. Paralelamente, después de Auschwitz e Hiroshima y Nagasaki se renueva la discusión acerca de la dimensión ética de la ciencia. El valor utilitario de la ciencia consagrado por Bacon y corroborado por Descartes, que introduce la separación entre ciencia y moral, empieza a ser cuestionado y sometido a crítica. Precisamente esta palabra «crítica» tiene la misma raíz que «crisis»; podemos decir, entonces, que la crisis es el momento de la actividad crítica. Es más importante criticar que proponer, tal es el proyecto filosófico de autores como Adorno y Horckheimer.
El principio de continuidad
Un principio que parece haber caído definitivamente para la ciencia contemporánea es el de continuidad, que los escolásticos condensaban en el apotegma «Natura non tacit saltus», la Naturaleza no hace saltos. Todo transcurre en ella gradualmente. Un ejemplo del reinado de este principio lo hallamos ya en la Antigüedad con la geometría euclidiana, conforme a la cual una recta (o un segmento cualquiera) es infinitamente divisible y por más pequeño que sea un segmento, igualmente constará de infinitos puntos, puesto que éstos son inextensos. Esta divisibilidad ad infinitum del espacio geométrico se extendió al espacio físico prácticamente hasta Einstein y su teoría de la relatividad, según la cual la materia deforma» el espacio curvándolo y, así, «discontinuándolo».
Los argumentos de Zenón de Elea (transmitidos por Aristóteles) contra la existencia de múltiples seres tienen idéntica base: la identificación de espacio geométrico infinitamente divisible y espacio físico. Según Zenón, los seres materiales extensos serían, como el espacio que ocupan, infinitamente divisibles y, de tal suerte, no constarían de elementos últimos indivisibles (átomos). Tendríamos un absurdo: hay un compuesto que no tiene partes. Muchos siglos más tarde, Leibniz retoma este tipo de argumentación fundada en el principio de continuidad para negar la existencia del mundo material: la realidad no puede ser material porque es extensa y como el espacio que ocupa es infinitamente divisible, no hay elemento último del que la materia pudiera constar. Por lo tanto, lo real sólo puede ser de índole espiritual. En este silogismo (entimema) falta explicitar una premisa: Leibniz sigue a Descartes y piensa que lo real (res) es material o espiritual. Descartes acepta las dos modalidades, mientras que Leibniz, con la argumentación que resumimos, se inclina por la realidad espiritual exclusivamente. El mundo material no es más que una apariencia, aunque coherente y bien estructurada, un phaenomenum bene fundatum.
Así pues, de acuerdo al principio de continuidad entre dos estados siempre ha de haber uno intermedio. En el campo de la Biología es elocuente el ejemplo de célebre eslabón perdido: la paleontología darwiniana pensaba que debía hallarse una especie fósil intermedia entre reptiles y aves, un «reptil emplumado», para explicar adecuadamente la aparición de las aves a partir de los reptiles, restableciendo el continuum en el con junto de la evolución de las especies. En nuestros días ya no se piensa más en una aparición gradual y lenta de especies debida a la selección natural del más apto sino en una evolución discontínua que se efectuaría por crisis que implican nuevas creaciones.
Un botánico holandés, Hugo de Vries (1845-1935) publicó entre 1901 y 1903 una obra titulada «La teoría de la mutación» en la que establece la distinción entre «variaciones fluctuantes» y «variaciones bruscas» o «mutaciones». Las primeras sólo tienden a asegurar las condiciones necesarias para la conservación de la vida de un individuo y su resultado es un individuo mejor adaptado. Las mutaciones, en cambio, dan lugar a la aparición de nuevas especies elementales, que surgen de golpe y muestran desde el comienzo una estabilidad casi absoluta, transmitiendo sus caracteres a su descendencia, independentemente de todo influjo exterior. Queda como un interrogante la finalidad de las mutaciones. ¿Serán transformaciones azarosas y sin propósito fijo? Lo concreto es que cae la ilusión de un progreso en la evolución cuyo acmé sea la aparición del homo sapiens. Dejamos de ser los hijos esperados y deseados por la Naturaleza y ésta, a su turno, deja de operar en relación a un plan divino. Este supuesto fin último de la evolución, la especie humana, es también su razón de ser, su fundamento. Vemos nuevamente cómo la crisis de principios es una crisis de fundamentos.
Otro ejemplo típico del cuestionamiento del principio de continuidad lo constituye en Microfísica la teoría de los «quanta». Es bien conocida la doble consideración de la luz como fenómeno ondulatorio (continuo) y corpuscular (discontinuo). Hay experimentos que solamente se pueden explicar apelando exclusivamente a una u otra de estas teorías. El fenómeno de la interferencia y el de la difracción responden a la ondulatoria y el fotoeléctrico a la corpuscular. Hay que resignarse a no deshechar ninguna de las dos teorías y considerar que la luz y, de modo más amplio, el espectro electromagnético (rayos infrarrojos, luz visible, rayos ultravioletas, rayos X, etc.) estén constituídos por corpúsculos que vibran al desplazarse. A éstas partículas Einstein las denominó fotones y tienen grandes diferencias con las otras partículas subatómicas conocidas pues no tienen carga eléctrica. Tampoco pueden tener masa alguna en estado de reposo porque, de acuerdo con la teoría de la relatividad, la masa aumenta con la velocidad y se hace infinita cuando alcanza los 300.000 km/seg. . Como los fotones viajan precisamente a esa velocidad récord, su masa sería infinitamente grande. Sin embargo, por más que su masa sea 0 en estado de reposo, debe alcanzar cierto valor cuando se halla en movimiento. En 1933 Compton describe el efecto que lleva su nombre haciendo chocar un fotón con un electrón. El electrón «retrocedía» por el choque (pasaba a una capa electrónica de mayor energía), mientras que el fotón «rebotaba» luego de haber perdido parte de su energía. El efecto Compton muestra que los fotones no son tan «inmateriales» como para no transportar una dosis apreciable de energía. La luz de una lámpara puede ser entendida como una granizada de pequeños proyectiles lanzados sin interrupción a 300.000 km/seg. . Naturalmente, no todos los proyectiles están dotados de idéntica potencia; su energía aumenta a medida que se asciende en la escala de las frecuencias-es decir, cuanto menor es la longitud de onda-desde los rayos infrarrojos hasta los rayos gamma. Los fotones infrarrojos son de baja frecuencia y su efecto es inofensivo; los ultravioletas son comparables a proyectiles arrojados a una cadencia más rápida: son capaces de arrancar los electrones más superficiales de los átomos sobre los que inciden. Los fotones X penetran hasta las capas electrónicas más profundas y si llegan a herir la piel humana pueden producir graves radiodermitis. Los fotones gamma llegan al núcleo mismo y lo desintegran.
Ahora bien, si multiplicamos la energía de un fotón (en ergios) por la duración de la vibración de su onda (en segundos) se obtiene un mismo resultado, sea que se trate de un fotón infrarrojo, ultravioleta, X o gamma, porque su energía aumenta proporcionalmente a la disminución de la duración de la vibración.
Para el fotón de luz roja es:
28,18. 10-14 erg. x 232,5. 10-18 seg. = 6,55. 10-27
y para el violeta
48,15. 10-14 erg. x 13,3. 10-7 seg. = 6,55. 10- 27
Para cualquier fotón que sea siempre hallaremos que el resultado de la multiplicación será de 6,55. 10-27. Dicho número se llama constante de Planck-iniciador de la teoría de los quanta luego perfeccionada por Einstein y Bohr-y se simboliza con la letra h.
Luego, si con la letra E designamos la energía de un fotón y con d la duración de la vibración de su onda, tenemos que
E. d = h = 6,55. 10-27
Pero, cuando una vibración tiene una duración de d segundos, eso significa que el número de vibraciones por segundo (la frecuencia) es de 1/d (si una rueda gira una vez en 1/50 segundos, ello implica que lo hizo a una frecuencia de 50 veces por segundo). La frecuencia la simbolizamos con la letra griega v (nu), y tenemos:
1
--- = v; luego; E = h. v, d
d
lo cual quiere decir que la energía E conducida por un fotón no puede tener un valor cualquiera sino que ha de ser necesariamente h o un múltiplo de h; no pude ser 3/2 de h o 0,72 de h, sino h o un múltiplo entero de h. El valor mínimo es lo que se llama «quantum» de energía, con lo cual se quiere decir que en la Naturaleza la emisión y/o transporte de energía no se realiza en forma «contínua» sino por «paquetes» de energía no fraccionables que se llaman «quanta» .
Para lo muy pequeño parece que la Física tiene que abandonar el principio de continuidad pues magnitudes como la energía no parecen ser infinitamente divisibles.
Si tiramos una piedra en un estanque, vemos formarse ondas que trasmiten la energía cinética que liberó la caída de la piedra. Las ondas se trasmiten continuamente por un medio, en este caso el agua. Así, hasta Planck se consideraba que la energía se irrradiaba como ondas continuas en un medio, aún el hipotético éter en el espacio interestelar. La idea de que en la Naturaleza no había discontinuidad se complementaba con aquella otra que negaba el vacío (Natura abhorret vacuum) de allí la necesidad de reflotar la noción presocrática de éter.
Por último, hay que señalar que acaso este principio de continuidad y la negación del vacío junto con el principio de conservación de la energía y otros formen un conjunto coherente y mutuamente solidario que permitía postular una ciencia universal, de la cual cada ciencia particular no era más que una articulación especial . Descartes la llamaba Mathesis Universalis y Kant Saber del Mundo. La relativización de los principios resiente ciertamente la unidad y correspondencia entre las diversas ciencias y las conduce inevitablemente a operar con categorías científicas más plásticas.
Resumen
El autor examina la crisis de la ciencia moderna a fines del siglo XIX, a la que describe como una crisis de principios. Uno de estos principios, el de continuidad, es afectado por la crisis y se muestra cómo se modifica radicalmente el modo de explicar los fenómenos. Se expone dos ejemplos de la crisis del principio de continuidad: uno en Biología y otro en Física.
Palabras clave: Epistemología.