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ALCMEON 14

El concepto de psicosis

Juan José Ipar


Resumen
El autor examina el origen del concepto de psicosis, que queda indiscutiblemente unido al de enfermedad a comienzos de la Modernidad, en la que aparece el término científico. Es enfatizada la necesaria crítica de los inevitables prejuicios que deforman y contaminan los conceptos que se pretende utilizar científicamente. Finalmente, es tematizada la dificultad y aun imposibilidad en poner en concepto lo que es de por sí desmesura sin limitaciones que la acoten.
Palabras clave
Psicosis, enfermedad, prejuicio, límite.
Summary
The author goes over the origin of the concept of psychosis, indissolubly bound to illness since the beginning of Modernity, when the scientific term appears. The necessary critics of the unavoidable axiological prejudices that misshape and corrupt concepts we seek to use in a scientific way, is also examined. Finally, a word about the difficulty and yet impossibility of building a concept of something which is itself lack of measure.
Introducción
Tal y como es esperable que ocurra con todo concepto, el de psicosis se ha ido desarrollando en el transcurso del tiempo. Desde que hay memoria hay registro de la existencia de personas con rarezas o perturbaciones mentales más o menos groseras. La descripción de la histeria y de la epilepsia ya había sido acometida en la Antigüedad por el padre Hipócrates; pero no es sino hasta los albores de la Modernidad que se emprendela tarea de desarrollar una teoría científica acerca de este grupo tan particular de sujetos que hoy llamamos “psicóticos”. En el siglo XVIII, el término psicosis se opone al de neurosis de modo bastante diferente que en nuestros días. Las psicosis eran entendidas como perturbaciones puramente psíquicas, las “chifladuras” de la gente, que no eran referidas por ellos mismos al cuerpo, sino que hallaban su expresión exclusivamente en el campo mental. Las neurosis, por el contrario, eran consideradas de origen somático por pacientes y médicos, a causa de la florida sintomatología corporal con que cursaban, la cual era, a su turno, atribuida a lesiones difusas e inespecíficas de los nervios. Lo que a partir de Freud llamamos síntoma neurótico —y que regularmente constituye el núcleo de la queja neurótica— tiene en los histéricos una referencia obligada al cuerpo en función del mecanismo que Freud denominó conversión. Tampoco los neuróticos obsesivos se ven exentos de síntomas referidos al cuerpo, pues aunque el núcleo de su padecimiento reside en las representaciones obsesivas que los agobian, es notorio e infaltable en ellos la preocupación por las funciones corporales, que no deben escapar a su control.
En nuestro siglo, existe en cambio una tendencia en los ambientes médicos a suponer algún tipo de origen somático para las psicosis y una causación estrictamente psíquica para las neurosis. Más abajo discutiremos las dificultades conceptuales de tal teoría somática de las psicosis, pero antes nos ocuparemos de las condiciones bajo las cuales las psicosis comenzaron a ser un problema para la cultura occidental.
La cruzada de los científicos
Ante todo vamos a explicitar un supuesto. Partiremos de la hipótesis de que siempre ha habido psicóticos. Acaso no sea cierto y nuestra suposición no sea más que una ficción a posteriori. En la Antigüedad, como en el Medioevo, eran considerados posesos, seres sobrecargados por la presencia opresiva de lo divino. No es sino hasta el siglo XVIII que se los comienza a ver como enfermos, como lunáticos, que han enfermado a causa de la perniciosa influencia de la luna, de manera semejante a lo que los latinos habían llamado sideratio, efecto mórbido que el sol producía en los hombres y animales. Como herencia del Medioevo, el modelo de enfermedad era la lepra: de allí el temor al contagio y de allí la condena al aislamiento. En su célebre texto, Foucault describe en detalle la aparición de las primeras casas de salud destinadas al alojamiento y tratamiento de psicóticos. Los altos muros son una constante: no solamente para evitar que desborden y se mezclen con los no contagiados, sino también con la intención de separar y apartar algo que se considera peligroso e incomprensible. Desde el inicio la psicosis es vivenciada como imposible de comprender, como una realidad que resiste todo intento de captación intelectual. El aislamiento preventivo es también exclusión y rechazo. No deja de ser curioso que el aislamiento y rechazo de que son objeto los psicóticos desde el comienzo de la Modernidad es luego invocado como característica prístina y fundamental de la nueva enfermedad. La gran pregunta que debe responder toda terapéutica de la psicosis es cómo hacer para que los psicóticos se resocialicen o, mejor, se socialicen. Quizá la psicosis como entidad mórbida no sea más que un mito moderno —esto es, un mito científico— y podamos imaginar a los hipotéticos psicóticos de la Antigüedad y del Medioevo paseando despreocupadamente su locura por el seno de la comunidad
De todas maneras, la idea de que se trata de enfermos a los que es necesario aislar a fin de evitar la difusión del morbo puede ser vista simultáneamente desde dos vertientes: una —la del progreso—, tan caro a la burguesía moderna y según la cual considerar a “esos miserables” como enfermos representa un paso adlante, quedando como tarea para el futuro encontrar los medios para su restablecimiento y reinserción social. La segunda perspectiva —la del prejuicio— sería considerar a los psicóticos como un lastre social y un peligro, lo cual oscurecerá el futuro de aquellos a quienes supuestamente se pretendía salvar de las garras de la enfermedad. Locos y perezosos —Foucault lo recalca constantemente— son puestos en la misma bolsa. En la concepción burguesa moderna el mundo es un intrincado sistema de producción, comercialización y consumo de bienes y es el trabajo lo que sitúa a cada quien en esa trama El psicótico no trabaja (ni consume demasiado), se dice. La enfermedad se transforma, además, en un mal ejemplo. Su reciente inclusión en el mercado consumidor de psicofármacos descomprime un poco la situación: ser o estar loco ya no es un mal ejemplo, sino una desgracia susceptible de ser integrada a algún sector del mercado.
¿Y cuál es la causa? Una definición no está completa si no incluye una referencia a la causa. Todo se debe a la vida ciudadana: el hacinamiento y la insalubridad reinan en las grandes ciudades, mientras que nada de esto ocurriría en la campiña. La urbe exhala vapores mefíticos que enferman a sus habitantes. Se recomienda, por tanto, la deportación terapéutica de los contaminados. El optimismo moderno, su confianza ilimitada en el progreso ilimitado, encuentra aquí un límite que es necesario disimular. La simulación es una categoría sin la cual no es posible comprender la sociedad moderna. Es una nota barroca que se extiende a la psicopatología: los histéricos simulan enfermedades que no tienen a fin de atrapar la conmiseración de los inadvertidos; los obsesivos, por el contrario, simulan salud para preservar sus placeres secretos. La psicosis, pues, es una lacra que hay que enmascarar, ya que representaría, junto con la marginación y la pobreza, sus dos fieles compañeras, la contracara de lo que la Modernidad quiere pensar de sí misma. La simulación se expresa patentemente en la doble actitud que se adopta frente al problema: por un lado, es menester suprimir (perseguir y aislar) ese testimonio de la inutilidad y aun inconveniencia del progreso industrial, y por el otro, si a fin de cuentas se trata de una enfermedad, es necesario asistir y, si se puede, curar a los afectados. La maravilla de la simulación es reunir en un solo acto estas dos actitudes. Reír es una forma de “mostrar los dientes”. La piedad burguesa y su afán de conocimiento enfrentan la dura y noble tarea de suprimir una enfermedad. Como los cruzados, cuyos objetivos confesos eran la conversión de los infieles y la recuperación de los lugares santos, la medicina moderna se lanzó al rescate de estos parias de la felicidad. El escenario de este drama fueron los asilos y hospicios que la lepra declinante había dejado vacantes. Rodeado de muros y regido por una ley que impone la tranquilidad, el asilo tiene mucho en común con otras instituciones de la Modernidad: los museos, los cuarteles, los hospitales, las cárceles, los jardines zoológicos o botánicos. Y también tiene parentesco con dos fenómenos de la Postmodernidad: los campos de concentración y los campos de refugiados.
El psicótico, objeto de estudio
Está claro que para curar una enfermedad hay que conocerla primero y, puesto que la enfermedad no existe fuera de los que la padecen, éstos han de transformarse forzosamente en objeto de conocimiento. El primer paso de un conocimiento que pueda reputarse como científico es la observación. Para que la observación sea posible es necesario aislar e inmovilizar previamente al objeto, a fin de que éste pueda exhibir su esencia en su pureza, sin contaminación. Ahora, el que no debe contaminarse es el paciente. La psicosis se entiende como un espectáculo inquietante y misterioso que se despliega ante la mirada fascinada de la ciencia. La inmovilización, por su parte, apunta a la completa sumisión del objeto, devenido ahorasujeto pasivo de la observación.
La observación es concebida como inspección, esto es, actividad eminentemente visual. Los psicóticos por lo demás, discurren en forma particularmente irritante: el delirio es un ejercicio heteróclito de la palabra. Machacones y abstrusos, los dichos de los locos resultan insoportablemente ininteligibles y se termina por concluir que carecen de sentido y deben ser descartados como fuente de información. Se les retira la palabra: no pueden testificar en un juicio, no pueden incriminarse hablando y, un paso más, se les impide manejar sus propios bienes. Desposeídos, aislados, enmudecidos e inmovilizados, los psicóticos se transforman en puros objetos de observación visual. El resultado es la riquísima Semiología trabajosamente elaborada a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX. Hay en ella dos categorías fundamentales: signos y síntomas. Los signos son visibles, apreciables por cualquier observador, y por ello es posible ser objetivo en lo que a ellos respecta. Los síntomas, en cambio, son puramente subjetivos y el observador depende de la palabra del propio objeto de observación, que se vuelve de esta manera sujeto. Las tareas que le quedan por delante a la Psiquiatría decimonónica serán convertir los síntomas en signos y delimitar con rigor las especies mórbidas. Ambas tienen por meta asegurar el acceso al universal, sin el cual no hay ciencia estricta, según las exigencias de la racionalidad moderna.
Lo más sorprendente es que los psicóticos mismos se prestan a ocupar su lugar de objeto de observación, deponiendo femeninamente su posición de sujetos. El psicótico (sobre todo el esquizofrénico: el paranoico se resiste como puede) ocupa en el acto científico un lugar análogo al que la mujer ocupa (o debiera idealmente ocupar) en el acto sexual. Una vez que el dispositivo científico está a punto, la maquinaria racional comienza la producción conceptual, que se traduce en una florida proliferación de teorías que tentativamente se abocan a estudiar este difícil y escurridizo objeto que es el psicótico. La historia de la Psiquiatría y del Psicoanálisis, que es en buena parte un registro de dichos intentos, representa el segundo paso del proceso de conocimiento. La elaboración de un concepto a partir de las observaciones se basa en la inducción y culmina en la construcción de un universal, el concepto mismo. Y puesto que toda observación es ineluctablemente prejuiciosa, debido a que siempre es realizada desde un paradigma que enmarca y determina por anticipado aquello que puede ser observado, el universal consagra y da estatuto científico a los prejuicios que operan como supuestos no explicitados del paradigma. De cualquier modo, podemos considerar tres etapas en la elaboración de un concepto: la primera, la más difícil de describir, corresponde a lo que podríamos denominar percepción del problema. Un cambio en la mentalidad de una comunidad tiene lugar y aparece como problema algo que hasta entonces no era registrado como tal. El segundo paso es la acuñación de términos con los cuales se comienza a poder manipular verbalmente la nueva situación. Surgen lo que podemos llamar neologismos felices, o bien términos ya existentes cambian de significación. El tercer momento de esta sucesión puramente ideal es el enriquecimiento semántico de los nuevos términos por deslizamientos metafóricos, metonímicos, etcétera. Un cuarto momento, claro está, es la desaparición del problema y el consecutivo derrumbe del andamiaje conceptual por medio del cual el ex problema era entendido, que pasa a engrosar la lista de las teorizaciones muertas o por lo menos transitoriamente inactuales.
¿Por qué, cabe preguntarse, las incipientes sociedades burguesas de los siglos XVI y XVII comenzaron a considerar la psicosis un problema? Un problema y un acertijo: la psicosis siempre es confundida con la sinrazón. La psicosis plantea una dificultad a la lógica burguesa: algunos psicóticos (esquizofrénicos) parecen nada interesados en las cosas qe constituyen el eje de las aspiraciones burguesas: el progreso, la acumulación indefinida de bienes, la preocupación por la seguridad y autoconservación, la garantía de sus derechos frente a la prepotencia de los aristócratas a los que van paulatinamente desplazando, el recato, la austeridad y la decencia para con el prójimo. Otros psicóticos (paranoicos) son percibidos como enfermos que exageran la modalidad burguesa de percibir el mundo, regida por la desconfianza y la sospecha. Unos que no llegan y otros que se pasan. Unos pueden ser vistos como contestatarios, otros como caricaturas burlonas. No son sin embargo lo mismo: que alguien exagere —aun hasta rozar lo ridículo— aquello que se considera virtud, no es percibido como tan enfermo como aquel que no comparte en absoluto prejuicios y puntos de vista. La prueba es que muchos paranoicos han sido respetados integrantes de muchas comunidades y cumplen el importante rol social de preservar del desgaste los viejos valores de la clase burguesa. Es típicamente conservadora esa visión conspirativa del mundo y de la historia.
Los esquizofrénicos, en cambio, sí plantean problemas insolubles. Se mantienen al margen del proceso productivo, no participan de la vida social y cultural de sus congéneres y parecen absorbidos en misteriosas e indescifrables meditaciones de las cuales muy poco participan. El desinterés, la apatía y la abulia presiden el desconcertante cuadro clínico. Su desinterés es interpretado paranoicamente como desprecio y con ello el esquizofrénico es promovido al lugar de contestatario del sistema burgués. De todos modos, hay otro elemento que ya mencionamos que resulta particularmente insoportable a la mentalidad burguesa: la renuncia a la posición de sujeto y con ello el abandono de todas aquellas funciones que caracterizan la subjetividad: vigilancia y control del entorno, demarcación y dominio sobre un territorio considerado propio, la acumulación (que da sensación de seguridad) y la reproducción de sí en sus obras. En suma, lo propio de la subjetividad burguesa es el desarrollo de un yo cuanto más poderoso mejor. La paranoia es pues exageración de lo exagerado, un yo desbocado que se defiende hiperbólicamente utilizando, como bien marcaba Chesterton, las armas de la racionalidad. Pero hay aun otra característica de la subjetividad, la cual además nos da la clave de la exageración defensiva: Baudrillard acuña una fórmula elocuente: el objeto seduce, el sujeto desea. El deseo es lo que hace sufrir a los sujetos, exhibiendo su imperfección e incompletud. El esquizofrénico se aviene impasiblemente a ocupar el indeseado lugar de puro objeto, sin oponer resistencia, cosa que sí hacen las mujeres. Política poco conveniente, pues no oponer resistencia suele excitar el sadismo o el erotismo, según el caso. Digamos que le complica las cosas al otro. En el historial del Hombre de las Ratas se ve claramente este elemento: la gobernanta —Frau Peter— no opone ninguna resistencia a la ávida curiosidad que el niño tiene por su cuerpo y le permite blandamente investigarlo. Freud dice con claridad que esta permisividad excita al pequeño en forma exagerada y —presumimos— angustiosa. Este rasgo del erotismo obsesivo —la exageración— persistirá posteriormente: Freud remarca esa excitabilidad desmesurada que se combina con una tendencia muy marcada a padecer ataques de rabia (otro afecto hiperbólico). La solución que encuentra el niño es inventarse un padre terrible cuya misión específica es interferir y apartarlo de su prematuro y angustioso placer. A partir de allí, la mujer parece ocupar un lugar secundario, opacada por el deseo de muerte respecto del padre que domina ampliamente el cuadro, aunque Freud se encarga de señalar que las ocurrencias homicidas también tienen a la Dame como destinataria. Un padre terrible como solución a la angustia tiene la ventaja de alejar para siempre al niño de su madre. El perseguidor paranoico carece de la eficacia del padre del obsesivo a los fines de la separación de la madre porque reviste fantasmáticamente demasiados caracteres de la madrefálica que amenaza con devorar al niño, posesionarse de su cuerpo y controlarlo a su guisa. Con todo, el padre terrible del obsesivo permite amplias identificaciones al niño, cosa que no ocurre en los paranoicos, que quedan solitariamente enfrentados a los peligros del mundo. Toda masa o todo conjunto humano está religado en función, precisamente, de ese mecanismo que Freud llamó identificación, mecanismo que es precondición del lazo social y que no funcionaría en las psicosis.
Psiquiatría y Psicoanálisis
Señalamos más arriba la distinción psiquiátrica entre signo y síntoma, y señalamos también que el cometido de la psiquiatría era transformar los síntomas —subjetivos y personales— en signos objetivos y traspersonales, cumplimentando el requisito científico de racionalidad y universalidad. Esta transformación de síntomas en signos fue encomendada a la incipiente Neurobiología a partir de la monografía de Baille de 1822, en la que quedaba demostrada la correlación entre los trastornos mentales y neurológicos de los sifilíticos y las lesiones meníngeas que estos pacientes exhibían. La lesión del tejido nervioso pasa a constituirse en el paradigma de todo signo. Más tarde, ante el fracaso en encontrar lesiones que se correspondieran puntualmente con todos los síntomas y en consonancia con los nuevos avances y descubrimientos en Neurobiología, se pasa a la teoría del disturbio químico, poniéndose de moda cada tanto un nuevo mediador como causa de las perturbaciones psicóticas. La bufotenina, la tarazeína, la feniletilamina, el MOPEG y otras moléculas complejas vivieron su efímera gloria y fueron sucesivamente relegadas al olvido. Más recientemente aun, entre mapeos, recaptaciones y emisión de positrones, la investigación neurobiológica continúa su implacable avance hacia las entrañas de lo viviente y de lo pensante. Dada esta característica de la ciencia moderna, a saber, el progreso indefinido que hace que todo conocimiento envejezca rápidamente, uno ya puede imaginar un futuro próximo en el que todo o casi todo lo que consideramos hoy cierto y comprobado quede desautorizado e inutilizable. Hay que reconocer, sin embargo, que la investigación neurofisiológica produjo un sinnúmero de psicofármacos a los cuales podemos atribuir un cambio decisivo en el tratamiento de pacientes graves.
El Psicoanálisis parece haber seguido el camino inverso, intentando reducir los signos a síntomas, privilegiando la escucha sobre la mirada con que la clínica psiquiátrica intentaba capturar su objeto de conocimiento. Una primera desventaja, si se la puede llamar así, es que el objeto pasa a constituirse en sujeto parlante a escuchar, con lo cual desaparece la relación de conocimiento que preside la relación del psiquiatra con su paciente-objeto. Se penetra en el sinuoso ámbito de la intersubjetividad y en el mundo de las palabras. ¿Qué espera el psicoanalista escuchar de su paciente? No otra cosa que la significación (Bedeutung) de sus síntomas, que produzca un aclaramiento (Aufklärung) de su sentido (Sinn) y su inmediata disolución (Lösung). La mirada atenta de la que hablaba Descartes es reemplazada por una atención flotante que busca no quedar adherida a objeto alguno.
Hay dos aspectos importantes que es necesario destacar en este cambio de perspectiva que propone el Psicoanálisis: La intervención del azar (Zufall) en la formación de síntomas (Symptombildung) y la cuestión ética acerca de la enfermedad. La formación de síntomas comporta un elemento azaroso que hace que cada uno deba ser investigado individualmente y que las generalizaciones tengan escaso valor frente a los pacientes concretos. De nada sirve comunicarle a un analizando obsesivo que tal síntoma significa tal cosa pues ello ya ha sido verificado en muchos análisis de sujetos obsesivos como él; no hay otro camino que recorrer l espinel de sus asociaciones y detectar cómo es que la tal significación se armó en él. Doy otro ejemplo: el oráculo le dice a Edipo que matará a su padre, cohabitará con su madre, etcétera, pero no le dice día y hora de tales sucesos. El hecho indudable de que alguna vez matará, etcétera, es moira, destino al que ningún mortal puede escapar, y las circunstancias puntuales en las que la moira se cumple son tyje, azar imprevisible. El destino es entendido por Freud como una figuración de lo inconsciente, o mejor dicho, de un deseo inconsciente que necesita de circunstancias exteriores propicias para exteriorizarse, en este caso como síntoma, y sin las cuales el deseo inconsciente no alcanzaría expresión.
En cuanto a la responsabilidad ante lo que podría llamarse elección de la enfermedad, hay que decir que se trata de una cuestión espinosa: de alguna manera el sujeto debe aceptar que es responsable de lo que le pasa por más que se le concede que cuando tuvo que optar, su elección se verificó de manera forzada y compulsiva. La elección del objeto sexual no es, obviamente, libre, ya que elegimos objeto bajo la presión social que nos indica, por lo común, un objeto heterosexual. Para que la elección fuera verdaderamente libre, sería menester que el sujeto hubiese experimentado con todos los objetos sexuales posibles y, luego de un minucioso cotejo, se quedara con el que juzgase mejor o más conveniente (habría también que dejarle elegir el criterio de elección). Otro ejemplo lo constituyen los mecanismos de defensa, pues reprimir, disociar, proyectar, etcétera, no son actos que nadie realice libre y espontáneamente, sino que son llevados a cabo bajo la presión devastadora de la angustia. Pero, a pesar de ello, el sujeto de alguna manera debe hacerse cargo de su propia elección, tal y como, para seguir con nuestro ejemplo, hubo de hacerlo Edipo. Cuando éste toma noticia de lo predicho por el oráculo, intenta por todos los medios a su alcance huir de tal destino; no puede hacerlo (nunca hubiese podido) y cuando finalmente las cosas ocurren (parricidio e incesto), paga su crimen (ceguera y destierro) lo mismo que si lo hubiese cometido adrede. La única diferencia es que se compadece a Edipo por ser portador de tan terrible miasma y no se lo vitupera como a un vulgar delincuente, pero se considera que debe pagar por su falta. Cada cual debe asumir como propia la mancha familiar: es el precio por pertenecer a una estirpe, especialmente a una estirpe real, llamada a ejercer la realeza (basileia). La estirpe es la estructura social por donde circula el deseo —incestuoso, homicida y caníbal por naturaleza— y merced a la cual cada sujeto ocupa un lugar en la trama social. No hay pues estirpe sin miasma, y cada sujeto debe reconocerse como un efecto del deseo que circula por la suya. Este elemento es muy claro en la cultura cristiana, en la cual el pecado adánico contamina a toda la especie humana sin distinción de linajes.
Como vemos, la divergencia crucial entre Psiquiatría y Psicoanálisis se centra en un punto un tanto oscuro: después de todo, la distinción entre signos y síntomas no es en muchos casos clara, pero sí es suficientemente eficaz como para señalar dos caminos divergentes. La Psiquiatría, continuadora de la tradición científica moderna, se convierte en una rama de la gran ciencia biológica y busca en los hechos fisiológicos (empíricos y visibles) la causa última del enfermar humano, mientras que el Psicoanálisis se aproxima progresivamente a las llamadas ciencias humanas o del espíritu que toman la subjetividad como eje de su preocupación. El sujeto no encuentra un lugar determinado en la maquinaria biológica tal y como el hombre —y el mundo— es concebido a partir de Descartes. Sólo interesan sus manifestaciones exteriores visibles para cualquier observador, eso que en Psicología se llama conducta. Según esta perspectiva, el sujeto no puede, lamentablemente, ser objeto de ciencia estricta y su estudio debe abandonarse a poetas, dramaturgos y novelistas. Freud mismo aditirá más tarde que intenta simplemente verter en forma científica lo que ya han dicho los grandes poetas del pasado acerca de la naturaleza humana. El sujeto está atravesado por el deseo y ésta es la marca de su pertenencia a una estirpe, lo cual equivale a decir que el deseo es el organizador fundamental de la subjetividad, aquello que le da a cada cual su perfil propio y único.
Hacia un nuevo concepto de la psicosis
La primera cuestión es examinar si es posible construir un concepto sin prejuicios ni valoraciones. Comúnmente aceptamos que, por ejemplo, los conceptos matemáticos o geométricos son objetivos, esto es, que en su génesis no interviene ningún punto de vista particular que limite su alcance y utilidad. Son conceptos que, desde un respecto semántico, no dicen más que lo que dicen, aunque, claro está, la valoración y el prejuicio sí operarían en el campo pragmático, dado que estos conceptos pueden ser utilizados ya para fines altruistas, ya con intenciones deleznables. No ocurre lo mismo con los conceptos que ha venido utilizando la Física: fuerza, energía, trabajo, etcétera, son términos a los que la ambigüedad y la polisemia corroen y desgastan, siendo necesaria una depuración lexicográfica periódica, que no siempre alcanza el objetivo de la claridad. Esta situación se extiende y complica en filosofía y en el campo de las llamadas ciencias humanas o sociales. Como los conceptos se vuelven indistinguibles de las palabras que los designan, hay que aclarar continuamente diferencias conceptuales en el uso de un mismo término. Un ejemplo: idea para Platón es un término que alude a aquello que posee un valor de paradigma respecto de las cosas mundanas y cuyo espesor ontológico excede con mucho el de éstas; para Descartes, en cambio, idea designa sencillamente cualquier contenido mental y es la acepción que utilizamos corrientemente a partir de él.
La pregunta obligada en este punto es si es posible un concepto (o teoría) de la psicosis que no parta de entenderla como una enfermedad, dado que ése es precisamente el prejuicio operante del cual depende la moderna concepción de las psicosis. ¿Sería posible, además, aproximarse a un psicótico sin intentar imponerle una valoración del mundo —la propia— presumiblemente mejor o más sana que la suya? Convengamos en que desde nuestra óptica es tan evidente que se trata de una enfermedad que pensar estas cosas pareciera solamente un esforzado ejercicio mental sin correlato práctico alguno. Si la psicosis no es una enfermedad, es decir, si suspendemos transitoriamente esta idea y todas las que de ella dependen (necesidad ambiguamente humanitaria de aislar, estudiar y curar a sus portadores), entonces, ¿qué es? Lo que se ve claro es que se tiene tendencia a correrse al extremo opuesto y decidir livianamente que se trata de una elección que le pertenece al sujeto. Algo semejante le ocurre a la piedad burguesa con los pobres y desheredados: o bien los considera víctimas de la crueldad del sistema productivo a las que hay que redimir, aunque sea forzadamente, o bien se pasa a estimar la pobreza como una fuente de inefables placeres de los que los pobres no desean ser liberados (“les gusta ser pobres”). El resultado es el mismo en ambos casos: no se sabe bien qué hacer ni con los psicóticos ni con los pobres. Mejor les ha ido a ciertos perversos (gays y lesbianas), que se han encargado de convencer al gran público y a muchos psiquiatras, entre ellos al gran Henri Ey, de que sus preferencias sexuales son exclusivo efecto de su libre elección, no debiéndose, por tanto, considerárselos como enfermos. Prefieren, con buen sentido, ubicarse en el campo de lo pintoresco antes que en el de lo patológico.
Una elección libre supone al menos dos cosas: un sujeto integrado capaz de ponderar las alternativas que se le ofrecen y un criterio de elección más o menos claro. En Freud, el criterio que decide una elección es el placer, sóloque la angustia puede torcer esa tendencia básica a elegir lo placentero. Como vimos más arriba, la angustia siempre está presente en el momento crucial de la elección del objeto erótico pues en realidad se trata de renunciar al objeto incestuoso y encontrar un sustituto. En el caso de los homosexuales varones, éstos renuncian hidalgamente a todo el sexo femenino menos a una, justamente a la que es preciso renunciar y a cambio de la cual se recibe como consuelo o indemnización a todo el resto del conjunto femenino como potencial objeto erótico. Semejante elección es imposible sin la aquiescencia connivente de la propia madre, que resiste el desprendimiento del hijo, postergando sine die el momento crucial de la separación.
La psicosis se traduce en un apartamiento de la Realidad y la tradición psicoanalítica concuerda en que ello se debe a la insoportable carga traumática que ésta representa para el sujeto. Es mérito de Lacan haber mostrado cómo el sujeto no se aparta de la Realidad sino que, en verdad, no logra penetrar siquiera en ella y queda atrapado, por así decir, en lo Real, aquello que resiste toda significación y que, por tanto, no puede ser nombrado positivamente. En términos freudianos, el sujeto queda fijado al trauma e incapacitado para acceder a la triangulación edípica, germen de toda sociabilidad humana. Es esta distinción lacaniana entre la Realidad (trama significante en la que el sujeto puede por vía identificatoria encontrar un lugar que ocupar en relación a los demás) y lo Real lo que permite entender que no se trata de una Realidad traumática que priva al sujeto de ingresar al mundo compartido de sus semejantes, sino de un fenómeno de otro orden. La Realidad nunca es traumática porque el trauma está del lado de lo real. Este desarrollo destruye definitivamente la idea popular (y muchas veces científica) de que la psicosis puede sobrevenir en un sujeto sano, interrumpiendo una existencia hasta entonces normal. Comienza a hablarse de personalidad prepsicótica, que allana y explica la eventual irrupción del brote psicótico. Hay elección sin un sujeto maduro o integrado que sopese opciones. Lacan reinterpreta la noción freudiana de Versagung, traducida habitualmente como privación, significando con ello que la Realidad priva al sujeto de un objeto que colme su deseo. Literalmente Versagung quiere decir rechazo, acción de rehusarse, de decir que no. El sujeto de este rechazo no es la Realidad, sino el propio psicótico, que rechaza el mandato social de renunciar al objeto materno y socializarse, integrándose con sus pares. El psicótico permanece, como dice Lacan, “junto a la madre”. Es la institución psiquiátrica —en su carácter de autoridad pública— la que, a partir del episodio agudo, opera en ocasiones ese corte entre el psicótico y su madre, incorporándolo a la vida comunitaria del Hospital. Podría aquí entreverse la ineficacia de la internación hospitalaria en la medida en que la institución no hace más que reemplazar a la madre en la relación diádica en la que se mantiene el psicótico. De estar “junto a la madre” pasa a estar “en la institución”
Según testimonio propio, muchos perversos extraen de la infracción a la Ley —no tanto por medio del delito como a través de la conducta escandalosa— un placer muy intenso, que juzgan muy superior al placer corriente que puede brindar la sexualidad a los sujetos neuróticos. Si esto es así, deberá admitirse a fortiori que un goce ilimitado será experimentado por las personas psicóticas, sólo que, de acuerdo con sus declaraciones, este goce extraordinario se percibe subjetivamente como intenso displacer bajo las formas de certeza de ser observado, manipulado de mil modos, perseguido y dañado (paranoia) o bien perplejidad, vacuidad y angustia de fragmentación (esquizofrenia). Este goce inefable se vuelve placentero en tanto alguna Ley lo limita permitiéndole cierta circulación social. En la esquizofrenia el sujeto queda atrapado en un goce terrible que escapa a toda comprnsión a causa de su carencia de límites.
Lo que queda cuestionado pues en las psicosis es la noción de límite y de su rol en el desarrollo psíquico humano. Conceptualizar algo es, precisamente, limitar un ámbito de competencia dentro del campo del ser. Ser algo es dejar fuera todo lo otro, que es otro en tanto permanece afuera. Como decía Aristóteles, ser es mantenerse dentro de un límite. Por ello también vale la semejanza con las mujeres, que tienen una relación más laxa con los límites. Freud lo justificaba por la menor efectividad en ellas de la amenaza de castración (retiro del amor, más bien, puesto que la amenaza literal carece, obviamente, de todo efecto), que derivaba en la constitución de un super-yo menos estricto que en los varones. Al famoso Cherchez la femme podría sumarse un Cherchez le fou, admitiendo que es imposible dar una definición rigurosa de la locura, pues habría que poner límites donde no los hay. No por nada el vulgo satiriza a las mujeres diciendo que “son todas locas”, esto es, incomprensibles e imprevisibles como la locura misma.
Por fortuna, existen otros tipos de definiciones aparte de la del género y la especie que recomendaba Aristóteles y que permiten cierta aproximación intelectual a objetos más arduos de captar. Por ejemplo, una regla de construcción —decir cómo se hace algo— puede funcionar como una suerte de definición. Hace unos años una asociación que pretendía defender a los hijos de los abusos parentales dio a conocer un affiche en el que daba una especie de receta irónica de lo que uno debía hacer si deseaba tener un hijo esquizofrénico. Presentaba —sin definir— la esquizofrenia como el resultado de una cantidad de maniobras sistemáticamente ejecutadas sobre un infante, en modo semejante al que los libros de física nos ilustran acerca de los fenómenos eléctricos dejando en suspenso decirnos qué es la electricidad. ¿Quién puede comprobar fehacientemente que el affiche tiene razón y que su receta es válida? Nadie. En realidad el affiche especula acerca de una posible y verosímil causación de la esquizofrenia, pero no puede aportar pruebas rotundas en favor de la “receta” que postula. Según ella no se puede criar y no criar a un tiempo al mismo niño. Se supone que cada niño es insustituible. Es algo que está más allá de la capacidad de comprobación de cualquier teoría científica. La psicosis se halla fuera de lo cientifizable en tanto no hay en ella límites que la acoten y también en la medida en que consideremos a todo ser humano portador de un valor propio que lo vuelve irreproducible. Ya vimos más arriba cómo la Clínica decimonónica entendía al psicótico como un objeto de conocimiento. Deberemos pues conformarnos con definiciones indefinidas al estilo kantiano (“el alma es substancia no corpórea”, por ejemplo), es decir, proposiciones que contienen necesariamente una negación, puesto que la negación funciona como marca de la inexistencia de límite en el objeto de la definición. Un ejemplo de esto es la conocida fórmula lacaniana conforme a la cual en la psicosis “no hay Uno que diga que no” (véanse las fórmulas de la sexuación en el Seminario Aún), aludiendo a la inexistencia de una instancia represora que acote el goce. Es lo mismo que decir “falta el límite”.
¿Quién tiene una teoría validable de cómo sería la vida de las personas fuera o antes de la cultura? ¿Quién puede dar un concepto constatable de lo que sería la vida después de la muerte? Es imposible teorizar científicamente acerca de lo que se halla más allá de ciertos límites. Muchas veces los concebimos como estados de plenitud (la beatitud divina, el goce psicótico) o de desgracia plena (posesión demoníaca, miseria psicótica). Hegel decía que la felicidad como satisfacción completa es algo que pertenece a la animalidad, que no es propia del hombre, cosa que no impide que nos esforcemos inútilmente en pos de ella. Lapsicosis pone en cuestión el valor que comúnmente asignamos a la vida social. Su Versagung de ésta nos pone a nosotros, los que nos hemos sometido y hecho nuestra la cultura, en un brete difícil pues pone a prueba nuestra capacidad de crítica respecto de nuestros valores y de los valores culturales en general. Sócrates da un ejemplo sublime al morir aceptando el dictamen de las leyes, aunque éste sea injusto. ¿Quién sería él, fuera de las leyes? Nadie, absolutamente, pues por ellas se ligaron sus padres, por ellas fue educado, etcétera. En suma, Sócrates no sería un sujeto. Ser un exiliado (especialmente en la época de Sócrates y en la nuestra), un paria, un leproso o un psicótico (quizá haya que agregar a las mujeres en esta lista, a no ser que sean histéricas, que no pueden dejar de ser sujeto, como dice C. Soler) son algunas formas de no ser o haber dejado de ser un sujeto y ser o haber devenido objeto, por lo común siniestro y despreciado, aunque también fascinante y seductor.
Concebir la psicosis implica entonces valorar, tomar partido en cuestiones que están abiertas a la discusión y sobre las que no es posible una concepción rigurosamente científica y unívoca. La eutanasia pone en debate el valor que le asignamos a la vida, el transexualismo marca un más allá del límite del valor que se le arrogaba al pene como emblema fálico y la psicosis increpa la importancia y significación que atribuimos a la sociabilidad. Sócrates acepta la muerte como un deber hacia sus conciudadanos pues para él la pertenencia a la ciudad era un valor supremo, así como los mártires cristianos atestiguaban su fe por medio del autosacrificio. Ese modus sentiendi cambió bruscamente en la Modernidad. Hobbes dice expresamente que la fidelidad debida al Pacto social cesa con la amenaza de muerte. El condenado a muerte está “legítimamente” eximido de respetar la ley. Por supuesto, una excepción lleva a otra, etcétera. El sujeto moderno puede pensarse fuera de la Ley. Por lo demás, la Ley deja de ser legítima, desde que no es, para Hobbes, más que lo dicho por Aquel que tiene potestad (fuerza, en último término) para mandar, reactualizando la tesis defendida por Trasímaco en el libro I de la República. La Ley es vista como el capricho de un poderoso, humano o divino, capaz de imponer su punto de vista. La Ley misma queda reducida a ser un simple punto de vista, representación del interés de algún sujeto o grupo de sujetos particular, perdiendo su carácter sagrado y universal. Ahora, sólo las ciencias pueden aspirar al universal, la ética queda circunscripta y sometida al punto de vista. Se pierde la dimensión de la Themis griega, la Ley más que humana a la que ésta no puede osar contradecir. Para Hobbes, no hay otra Ley más allá de la Ley humana sino un principio de conveniencia que apunta a la autoconservación y a la seguridad. J. Bentham desnuda el trasfondo de la cuestión: lo que interesa es la sumatoria de placer. Sade, verdadera contracara de la Modernidad, lo dice directamente: ¿para qué reprimir nuestros impulsos más primarios? Ello sería muy trabajoso y poco placentero. Lo mejor es, sin duda, abandonarse a todos los placeres que se nos ofrezcan y utilizar la inteligencia para escapar a las sanciones. Sade, tal como lo hacen los libertinos de su siglo, parte del hecho de que el trato social impone una duplicidad al que cada cual debe ajustarse. El psicótico puede ser visto como contestatario en la medida en que no se presta al juego de la simulación social, apareciendo como portador de una denuncia que desnuda y humilla a sus congéneres.
Presentados ora como víctimas de un sistema despiadado, ora como paladines de la resistencia anticapitalista y contracultural, los psicóticos ocupan un lugar importantísimo y necesario en el imaginario de la Modernidad: el de la alteridad. Son una de las epifanías de lo otro de la razón. El par razón/locura reemplaza en los modernos la dupla dionisíaco/apolíneo de la cultura antigua, variedades ambas de la necesaria alternancia mesura/desmesur (masculino femenino, si se quiere). La psicosis no es sino una de las muchas formas de la desmesura, es la idea que la ciencia intenta hacerse de la locura. Matar a la hidra de Lerna (otra figuración de la desmesura femenina) fue el más desconcertante de los doce trabajos de Hércules: cuando éste le cortaba una cabeza, aparecían dos. Sólo con la ayuda de su sobrino Yolao, un simple mortal, pudo Hércules vencer al monstruo: uno cortaba, el otro cauterizaba. Quedó como un tópico de los antiguos: aun el poderoso Hércules tuvo necesidad de un Yolao. ¿Tendremos esa buena fortuna de encontrar uno que nos socorra?

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