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Año XI, vol 9, N°3, noviembre de 2000Fenomenología de la corporalidad en la depresión delirante
Otto Dörr Zegers
Alcmeon, Revista Argentina de Clínica Neuropsiquiátrica, vol. 9, Nº 3, noviembre de 2000, págs. 250 a 259.
Nadie podría dudar de la importancia del compromiso de la corporalidad en la enfermedad depresiva. Y sin embargo, apenas si éste es mencionado en los actuales sistemas de clasificación y diagnóstico. Así, en el DSM IV se hace referencia a la corporalidad en forma sólo indirecta en dos de los nueve criterios diagnósticos: el primero (ánimo deprimido) y el sexto (fatiga o pérdida de energía). Una referencia más directa la encontramos en la alusión al aumento o pérdida de peso (criterio número tres), pero debemos reconocer que se trata de un síntoma absolutamente inespecífico. El sistema de clasificación y diagnóstico de la Asociación Mundial de Psiquiatría (ICD 10) tampoco repara en la corporalidad depresiva y en su descripción clínica del cuadro destaca síntomas pertenecientes más bien a la esfera cognitiva, como la anhedonia, la falta de concentración y de autoestima, las ideas de culpa y la visión pesimista del futuro.
Diferente es el caso de los autores clásicos o de otros más modernos, pero vinculados a la tradición psiquiátrica europeo-continental. Tanto Kraepelin (1916) como Bleuler (1966) coincidieron en considerar a la distimia, vale decir, a la experiencia subjetiva de la corporalidad, como uno de los tres fenómenos fundamentales de la enfermedad depresiva. La descripción que hace Kurt Schneider (1920) del compromiso de los "síntomas vitales" en la depresión es otro ejemplo de la importancia que tiene el cuerpo en esta enfermedad. Pero también otros autores que se han aproximado al tema desde una perspectiva más empírica han encontrado que el cambio de la corporalidad es un eje central del síndrome. Así, Pfeiffer (1968), a mediados de la década del 60, llevó a cabo un estudio de tipo transcultural, en el que comparó la sintomatología depresiva de pacientes de Alemania e Indonesia, llegando a la conclusión de que los síntomas fundamentales de esta enfermedad (das Grundsyndrom), ésos que se presentan siempre y no están determinados por el tipo o grado de civilización o cultura, son:
1. "Un desplazamiento del estado de ánimo hacia el polo depresivo" (estado "difícil de definir").
2. "La alteración de funciones vegetativas" como el sueño, el apetito y la libido.
3. "Sensaciones corporales anormales", como dolores, parestesias y presiones.
Esto significa que todos los síntomas que Pfeiffer consideró fundamentales, porque eran comunes a culturas tan diferentes como la alemana y la indonésica, están ligados a la corporalidad. Algo similar ocurrió con un estudio realizado por nosotros a comienzos de la década del 70 (1971). Estudiamos todos los pacientes depresivos hospitalizados durante cinco años en la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Concepción, Chile, en un intento de determinar un "sindrome depresivo nuclear", a saber, los fenómenos que deben estar siempre presentes para diagnosticar una depresión propiamente tal o endógena. Siguiendo a Tellenbach (1956, 1961), distinguimos síntoma de fenómeno y así procuramos intuir las formas esenciales que constituyen a la depresividad a través de la infinidad de manifestaciones clínicas concretas que presentaban los 55 pacientes estudiados. El resultado fue que esta multiplicidad sintomatológica se ordenaba en torno a sólo tres fenómenos fundamentales:
1. El cambio o perturbación de la experiencia de la corporalidad (Befindlichkeit en alemán), que abarcaba desde el decaimiento hasta las náuseas, pasando por la angustia, la falta de fuerzas, los dolores musculares, el frío, etcétera.
2. El cambio o perturbación del cuerpo operante, vale decir, de todas aquellas funciones que nos conectan con el medio ambiente y cuyos síntomas más característicos son la inhibición psíquica y motriz, la anhedonia, la incapacidad de tomar decisiones, la pérdida de la memoria, etcétera.
3. El cambio o perturbación de la temporalidad del cuerpo (distinta a la temporalidad de la existencia) y que en la práctica se manifiesta como alteración, inversión o suspensión de los ritmos biológicos.
Otra vez nos hallamos frente al hecho que una mirada desprejuiciada de la enfermedad depresiva, sea ésta clínica, transcultural o fenomenológica, se va a encontrar con el compromiso de la corporalidad como el fenómeno central, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la neurosis obsesivo-compulsiva, donde la mayor parte de los síntomas se expresan a nivel cognitivo. A mayor abundamiento, Peter Berner y col. (1983) desarrollaron, una década más tarde, los "criterios vieneses" para la investigación de la depresión y a través de sus investigaciones llegaron a la conclusión de la existencia de un "síndrome axial depresivo endomorfo", caracterizado por dos fenómenos fundamentales, la perturbación de la Befindlichkeit y la alteración de los ritmos biológicos. El sindrome de Berner es prácticamente idéntico al descrito por nosotros en 1971, sólo que él incluye en la perturbación de la experiencia del cuerpo a las distintas formas de la inhibición, que nosotros consideramos como un fenómeno independiente.
Algunos años más tarde (1979), intentando avanzar en la fenomenología de la depresión, describimos nosotros esa emanación atmosférica que surge de las depresiones endógenas y que nos pareció muy importante para el diagnóstico diferencial con respecto a otras formas de depresividad, como la neurótica, la esquizofrénica o la orgánica. Parodiando a Rümke (1958) con su "Praecox-Gefühl", llamamos a esa emanación "Melancholie-Gefühl" (sensación de lo melancólico). Un año después (1980) y junto con Tellenbach, intentamos profundizar en el conocimiento de la mencionada emanación depresiva a través de la descripción fenomenológica del encuentro con una paciente depresivo-estuporosa. En nuestro análisis adoptamos la actitud sugerida por Blankenburg (1962), quien exige de la experiencia fenomenológica el ser "decididamente más abierta hacia todas las modalidades de ser de todo aquello que nos hace frente, vale decir, ella tiene que poder ser más natural que la experiencia natural misma"; pero al mismo tiempo, debe ser "más científica que la experiencia científica, en la medida que ella no se limita a un solo proyecto trascendental, sino que transforma en su tema central a todos los modos de ser en general". En este tipo de análisis la actitud deberá asemejarse a la de una persona carente de experiencia psiquiátrica, alguien capaz todavía de una plena ingenuidad. Para tal observador la inmovilidad de la paciente no será una "inhibición", ni su silencio absoluto, un "mutismo estuporoso", como tampoco la opacidad de su mirada representará un signo de "tristeza vital", sino simplemente los diferentes aspectos del ser con quien en ese momento se encuentra y que lo afecta de tal o cual manera.
Lo primero que nos llamó la atención en el encuentro con aquella paciente fue su mirada opaca y sin vida, así como su casi incapacidad de mantener la posición erecta. No era posible, por ende, llevarla a una contraposición, a que se constituyera entre ella y yo esa natural tensión polarizada que los griegos llamaban antikry. El encuentro carecía de reciprocidad. Su estar enfrente (antikry) había perdido su carácter "enantiótico" (recíproco), para hacerse "cremático". Chrema era para los griegos un objeto inservible y exactamente lo opuesto a la physis, que en este caso correspondería al cuerpo vivido (Leib). El cuerpo depresivo está más cerca del Körper, del cuerpo objeto, que del cuerpo intencional y dirigido al mundo (el welthafter Leib, de Zutt, 1963). Quizás por eso producía en nosotros una sensación nauseosa, como la que se experimenta frente a un cadáver en la mesa de autopsia. Este carácter de cosa que irradia la presencia casi puramente material de la paciente estuporosa se hace también evidente en su disponibilidad. Podríamos resumir la experiencia diciendo que su mirada se escondía detrás de los ojos y que su espíritu se había hundido en el cuerpo. Pero el estupor no es la única forma clínica de depresión en la cual el cuerpo del depresivo adquiere la transformación cremática descrita. El estupor representa sólo el final de un proceso de cosificación y crematización del cuerpo que ya se anuncia en el leve decaimiento inicial, en los síntomas vitales, como la opresión precordial, el frío, la pesadez de las extremidades, pero también en el hecho tan común que los depresivos tienden a preocuparse excesivamente de su cuerpo y no tienen otro tema que la angustia, la mala digestión, o la falta de apetito. Todo depresivo verdadero nos muestra algún grado de crematización y este sí que sería un fenómeno específico, cuya adecuada aprehensión podría transformarse en un arma fundamental para un diagnóstico inequívoco de enfermedad depresiva.
Ahora bien, no sabemos mucho cómo vive el paciente mismo el estupor, porque en él no hay lenguaje y una vez pasado el episodio, el sujeto apenas es capaz de expresar palabras muy vagas sobre lo vivido. Pero hay otro estado extremo de depresión, en la cual la capacidad de expresar verbalmente lo vivenciado está conservada y éste es el síndrome de Cotard o delirio nihilista. Este síndrome es como la otra cara posible de los grados más profundos de depresión. En el estupor no hay conciencia del cuerpo, porque se es sólo cuerpo (proceso de cosificación): la materialidad ha invadido completamente la conciencia. En el Cotard se es una pura conciencia, despojada de toda materialidad (el cuerpo es vivido como inexistente o muerto); es como si la conciencia hubiese invadido y arrasado con el último resto de su corporalidad. Pero lo paradójico es que esta conciencia sin cuerpo, en lugar de alcanzar por este camino la libertad del ángel, es tan esclava como la conciencia del enfermo estuporoso, hundido en su corporalidad. Y decimos que es esclava, porque al igual que el estuporoso, el paciente con Cotard tampoco es capaz de pensar, ni de sentir, ni de actuar. Nosotros quisiéramos hacer hoy un aporte a la fenomenología del vivenciar depresivo a través del análisis de un caso de depresión delirante con un clásico sindrome de Cotard. El caso escogido es el de una mujer muy inteligente, con una gran capacidad de expresar en palabras sus vivencias.
Casuística
Se trata de la Sra. Verónica P., de 40 años, casada y madre de tres hijos, oriunda de un pequeño pueblo campesino del sur de Chile, pero residente en Santiago. Sin antecedentes mórbidos y descrita tanto por su esposo como por sus hermanos como "totalmente normal" hasta el comienzo de la enfermedad, dos meses antes de su ingreso al Hospital Psiquiátrico en Marzo de 1998. Como características de su personalidad sus familiares destacan que era poco sociable, no le gustaba salir y se dedicaba sólo a sus hijos, al marido y a las labores del hogar. Jamás tuvo ni conflictos con su esposo, ni tampoco con sus hermanos que permanecieron en el campo. La enfermedad empezó pocos días después de llegar Verónica a casa de su madre de 85 años a pasar con sus hijos las largas vacaciones de verano. En esta oportunidad ella se sintió, por primera vez, traicionada por sus hermanos, al manifestar éstos la intención de no entregarle todavía un pedazo de tierra que le correspondía por herencia y con el cual ella contaba para construirse ahí una casa y trasladarse a vivir al campo. A raíz de esta situación Verónica se angustió mucho y empezó a no dormir, a no comer y a bajar de peso. Se quejaba también de múltiples dolores corporales. En algún momento manifestó la idea de no querer seguir viviendo y su hermana la sorprendió un día cuando intentaba ahorcarse. Desde entonces empezó a decir "cosas raras", lo que llevó a la familia a avisarle al marido y a consultar médico. Después de algunas intervenciones terapéuticas en la zona, que resultaron infructuosas, Verónica fue trasladada a nuestro hospital en Santiago.
Al examen nos encontramos con una mujer lúcida, enflaquecida, que representa más edad de la que tiene y que llama la atención por su gran inteligencia. Reproduciremos aquí sus palabras en forma textual: "Lo que pasa conmigo es que tengo todo muerto; digamos que estoy muerta, que estoy en estado vegetal de mi cabeza a los pies. No tengo tacto, ni olfato, ni gusto por las comidas… Mi cuerpo es tan liviano que es como si no existiera. Yo no me canso, puedo andar kilómetros y no me pasa nada… Yo quisiera sentir el peso de mis ojos para poder dormirme. ¿Cómo voy a poder descansar si no siento mi cuerpo?… Al acostarme, me quedo ahí igual que un objeto. Y sin embargo, sueño en las noches. ¿Por qué sueño en las noches? ¿Es que los muertos sueñan?… Yo pensé que mi cerebro no existía, pero si sueño es porque todavía existe. Y sin embargo, cuando me tocan yo siento algo vago, pero no lo siento en mi cerebro. A mí ya nada me asusta; tampoco puedo sentir rabia. El cuerpo es pesado cuando está vivo, mientras que yo no siento el peso de mi cuerpo… Yo vivo una vida de ciencia ficción, la vida de una persona muerta…". Pero Verónica también describe en forma impresionante su relación con el mundo y con los otros: "Cuando tomo a mis hijos en los brazos, no los siento… Si mis hijas supieran que están queriendo a una mamá artificial… Mi marido no duerme conmigo, cómo va a poder dormir con una muerta… Yo no siento el contacto directo con las cosas, tampoco con los demás… Cuando estaba viva, en cambio, yo sentía las cosas y era capaz de concentrarme en lo que hacía… Ahora, cuando hablo, las palabras salen (automáticamente) de mí, pero las de los otros no entran a mi cabeza… Tampoco las imágenes de televisión entran en mi cabeza… Lo único que quiero es morirme, pero sigo viviendo porque, al parecer, el corazón late, aunque no lo siento…".
Una discusión diagnóstica sería innecesaria, pues todo parece indicarnos que estamos aquí frente a una melancolía en el sentido de Tellenbach (también en lo que se refiere a la personalidad previa y a la situación desencadenante), pero que además tiene un delirio de Cotard. En la terminología de los DSM norteamericanos este cuadro correspondería a una "depresión de tipo melancólico con psicosis". Vamos a renunciar también a un análisis psicodinámico, para quedarnos sólo en el plano de lo descriptivo-fenomenológico.
La multiplicidad de vivencias comunicadas por la paciente podrían ordenarse en torno a dos temas:
1. La relación consigo misma y en particular con el propio cuerpo.
2. La relación con el mundo y con los otros.
La relación con el propio cuerpo
La experiencia fundamental de nuestra paciente es que su cuerpo ha perdido el peso, algo según ella propio de lo vivo, y que por lo tanto no se cansa, pudiendo recorrer cantidades de kilómetros indefinidamente. Tampoco puede dormir, porque le falta "el peso de los ojos", y se pregunta entonces con razón, "cómo voy a descansar si no me canso". Ahora bien, esta liviandad etérea no significa para ella una ampliación de su espacio ni de su conciencia, sino por el contrario, el constatar la máxima limitación posible, que es la propia muerte. Aquí surge la primera paradoja, por cuanto el sentido común tendería más bien a asociar la muerte con el peso de lo material, de los objetos inanimados, cuanto más que la vida conlleva en mayor o menor medida la elevación por encima del peso mismo que la constituye, vale decir, el movimiento en dirección contraria a la fuerza de gravedad. De hecho, la posición erecta podría considerarse quizás como el mayor triunfo alcanzado por las formas vivas sobre esta fuerza elemental que impera en el mundo físico. Y, sin embargo, la lúcida y atormentada conciencia de Verónica identifica la falta de peso con la muerte. ¿Cómo entender esta experiencia? Para ello necesitaríamos hacer algunas digresiones.
Las referencias que hace el creador de la fenomenología, Edmund Husserl, al cuerpo y la corporalidad, aunque fragmentarias, van a constituir el punto de partida para los fenomenólogos que con posterioridad trabajaron el tema, como es el caso de M. Merleau-Ponty, J. P. Sartre o G. Marcel. Aun en los momentos de su obra donde desarrolla con mayor radicalidad el carácter transcendente de la conciencia pura, se desprende de sus descripciones una suerte de espesor de la corriente natural y espontánea de las vivencias, que nos conecta directamente con la corporalidad (Leiblichkeit). Husserl va a otorgar importancia al cuerpo en relación con el "nivel originario de la experiencia" y así, en Erfahrung und Urteil (1939, § 6), define la experiencia natural como una relación directa e inmediata con lo individual que se establece "a través del cuerpo y sus sentidos". Algo semejante leemos en el § 39 de Ideas I (1913), cuando dice: "El percibir, considerado como mera forma de conciencia y prescindiendo del cuerpo y de los órganos corporales, se presenta como algo carente de toda esencia, como el vacío mirar de un Yo vacío al objeto mismo que se toca misteriosamente con éste". Y más adelante, en el § 53, afirma ya en forma taxativa: "Sólo por su relación empírica con el cuerpo se convierte la conciencia en humana o animal, y sólo por este medio ocupa un lugar en el espacio y en el tiempo de la naturaleza". En otro momento él habla de una resistencia a la intencionalidad pura y de que esa resistencia procede del cuerpo, del hecho que somos una conciencia encarnada. En suma, es el cuerpo, la carne, su materialidad misma, lo que impide que la conciencia flote en el aire, vacía de todo contenido. Y materialidad es peso y es eso lo que Verónica echa de menos. Ella se ha transformado en cierto modo en una conciencia pura, separada de su cuerpo, al que siente muerto. La conciencia necesita de un cuerpo pesado, tanto para sentirse viva como para que se constituya la intersubjetividad, como veremos más adelante. El filósofo lituano-francés Emmanuel Lévinas (1979) llega a decir a este respecto: "La libertad del Yo es inseparable de su materialidad… Este carácter definitivo del existente, que constituye (a su vez) lo trágico de la soledad, es la materialidad."
Esta experiencia humana tan extrema, vivida en el sindrome de Cotard, viene a ser una demostración del vínculo indisoluble entre conciencia y cuerpo. Porque no se puede pensar, ni tampoco sentir desde ninguna parte, sin ese cuerpo que pesa y tiene necesidades y se cansa y duerme. En este contexto cabría recordar el nexo que establece Lévinas (1990) entre la experiencia del il y a (el "hay") y el insomnio. Para él la experiencia básica se da sobre un fondo impersonal, anónimo, donde no hay sujeto, una experiencia de vacío, de horror. El "hay" es luego quebrado por la emergencia del sujeto, que es capaz de apropiarse de sí mismo y del mundo y decir "yo soy". Ahora bien, trasladado a la experiencia cotidiana, esa etapa inicial de la subjetivación corresponde al insomnio, a esa "vigilia que está absolutamente vacía de objetos… ella es tan anónima como la noche misma… Es la noche misma la que vela" (op. cit., p. 110 y 111). No deja de ser interesante el hecho que el insomnio sea un síntoma capital de la enfermedad depresiva y que nuestra paciente también haya sufrido con particular intensidad de la incapacidad de dormir. Lo característico del insomnio depresivo es que se acompaña de la atormentante sensación de que no hay descanso posible, de que la vigilia va a continuar así eternamente. En él ya se puede entrever la profunda alteración de la temporalidad propia de esta enfermedad y que Lévinas describe con gran maestría en "El tiempo y el otro" (1979): "(El insomnio es una) vigilia sin objeto... el tiempo no parte aquí de punto alguno, tampoco se aleja ni se difumina. Sólo los ruidos exteriores que pueden dejar huellas en el insomnio introducen comienzos en esta situación sin principio ni fin, en esta inmortalidad de la que es imposible escapar..." (p. 85). Una paciente de R. Parada (1967) con un cuadro muy parecido al de nuestra paciente, decía: "Yo no tengo perdón. Mi destino es no morir. No se me puede matar, porque no tengo vida...". En sus conversaciones con Janouch (1951) Franz Kafka se refirió en términos muy impresionantes a su propio insomnio: "Quizás si mi insomnio no es sino una forma de miedo ante el visitante a quien le debo mi vida" (p. 45).
La relación con el mundo y con los otros
Lo primero que dice Verónica a este respecto es que cuando toma en brazos a sus hijos no los siente y que tampoco siente el contacto directo ni con las cosas ni con los demás. Luego explica que no tiene sentidos: "no tengo tacto, ni olfato, ni gusto por las comidas", precisando luego su relación con los otros, centrándola en el diálogo, en la relación verbal: "Ahora, cuando hablo, las palabras salen (automáticamente) de mí, pero las de los otros no entran a mi cabeza". También establece una analogía con lo que le ocurre con las imágenes televisivas, las que "tampoco... entran en mi cabeza...". Por último, se refiere a su total ausencia de sentimientos hacia los otros, pues "(ni siquiera) puedo sentir rabia".
¿Cómo comprender esta experiencia desde la constitución de la corporalidad? Veíamos en el punto anterior cómo Verónica, al perder la consistencia, el peso de su cuerpo, se vivía a sí misma como muerta, en medio del horror representado por el vacío y el insomnio, en esa experiencia del il y a (Lévinas), anterior a la emergencia del "yo soy". Ocurre ahora que sin consistencia tampoco puede llegar al otro ni los otros a ella. Para Husserl (Ideas I, § 53) el cuerpo es el vínculo de inserción en el mundo, pues: "Debemos recordar que sólo a través de la experiencia de un vínculo entre la conciencia y el cuerpo vivido hacia una unidad natural empírico-intuitiva es posible algo así como la comprensión recíproca entre los seres animales que pertenecen a un mismo mundo...". Es desde el cuerpo desde donde se produce la apertura a la intersubjetividad. En primer lugar, porque el cuerpo es el "punto cero", el Nullpunkt desde el cual se organiza el mundo perceptivo. Toda cosa o cualidad se orienta en relación a mi cuerpo vivido (Leib). Esto también vale para lo imaginado o recordado, puesto que cualquiera sean sus características, sus cualidades o incluso su propia espacialidad, sólo puede ser imaginado o recordado en referencia a mi cuerpo. Es entonces a partir de mi cuerpo y de la percepción que tengo de él que yo voy a poder constituir el mundo que me rodea y a través del cual se espacializan los demás cuerpos; y así también, desde este centro que es mi cuerpo voy a constituir el mundo global, el mundo de la tierra. Desde el punto de vista fenomenológico la tierra está en el centro del mundo y en el centro del centro está mi cuerpo, como punto cero.
En "La Crisis" (1936) Husserl nos dice que "el espíritu está en la espacio-temporalidad allí donde está su soma (su cuerpo material)" (p. 303) y más adelante agrega: "... lo que implica que constantemente tiene una experiencia privilegiada de su cuerpo y que, por consiguiente, tiene conciencia de vivir y poder obrar constantemente en él, a la manera de un Yo que sufre afecciones y al mismo tiempo obra." Esto es justamente lo que Verónica ha perdido. Al no tener la sensación de su cuerpo, al sentirse "muerta", no puede actuar, pero tampoco recibir "afecciones", porque en estricto rigor mi ser carnal, como sostiene Husserl en "Las meditaciones cartesianas" (§ 24), no se me aparece originariamente a la manera de un objeto espacial, sino que él me es dado junto con el aparecer de algo. Al percibir una cosa en el espacio el sujeto "toma conciencia de la pre-espacialidad de su carne percipiente; es el aparecer de la cosa percibida lo que constituye la ocasión del pre-aparecer de la carne como ‘órgano de la percepción’" (Bernet, 1993). El paciente depresivo con un sindrome de Cotard ha regresado al espacio del horror y del insomnio, donde imperan la nada y el vacío. Al no percibir, al no sentir a lo otro ("no tengo tacto, ni olfato, ni gusto") ni a los otros ("cuando tomo a mis hijos en los brazos, no los siento"), él está imposibilitado de tomar conciencia de esa "pre-espacialidad de su carne percipiente" y por ende no cabe sino que sienta a su cuerpo como "muerto". Al dejar de ser propiamente un sujeto carnal, el Yo, ese sujeto que emerge desde la experiencia primordial del "hay" se disuelve, puesto que él sólo puede existir como encarnado. En el caso concreto de nuestra paciente, su incapacidad de trascender, su incapacidad de encuentro con el otro llega al extremo de que ella ya no entiende las palabras, pues "no le dicen nada... porque mi cráneo está muerto... y las palabras no entran en mi cabeza".
Ahora bien, según Lévinas, en el proceso de subjetivación o hipóstasis, a la experiencia primordial del horror ante el desnudo del il y a le sigue la emergencia del "yo soy", de la conciencia. El Yo accede al lenguaje y a través suyo a las distintas intencionalidades, coincidiendo en este punto con la auto-constitución del Yo husserliano; pero para Lévinas el proceso de subjetivación es más complejo y debe tomar en todo momento en cuenta la corporalidad. Además éste puede adquirir distintas formas, que no son excluyentes entre sí. Una forma podría ser la de la mera apropiación del mundo en función de mi utilidad, de convertir todo lo otro en mí. Ese va a ser el camino que llevará a la técnica. Pero el proceso puede ser también moroso y retener a lo otro en cuanto otro a través del gozo. En el gozo se respeta profundamente la alteridad. Lo otro ya no es un mero objeto manipulable, como en el modo del apropiarse, sino un elemento gozable. El Yo se afirma a sí mismo gozando de los elementos, neutralizando la alteridad de éstos hasta incorporarlos a la inmanencia de su subjetividad, la que ha nacido del disfrute. Al respecto leemos en "Totalidad e infinito" (1971, 1987): "Vivimos de una buena sopa, del aire, de la luz, de espectáculos, de trabajo, de ideas, de sueños, etc... no se trata aquí de objetos ni de representaciones. (Simplemente) vivimos de ellos... (Tampoco) son instrumentos o utensilios, en el sentido heideggeriano del término... son siempre objetos de gozo, que se ofrecen al gusto ya adornados y embellecidos." (p. 129). Es decir, la transitividad del alimentarse lleva al acto reflexivo: "el vivir de..." convierte al alimento en contenido vital; el goce del alimento se transforma en goce de sí. A través de su filosofía de la sensibilidad Lévinas recupera la función del cuerpo en el advenimiento de la subjetividad. "El goce nos proporciona la clave para desvelar el sentido originario de la expresión ‘cuerpo propio’: en el tránsito del cuerpo hambriento (dependiente del medio circundante...) al cuerpo soberano (que... afirma su poderío frente al exterior... ), en ese tránsito el cuerpo propio se revela como auto-identificación encarnada." (Sucasas, 1998). En suma y para decirlo con las palabras del propio Lévinas, "la vida es amor a la vida... es sensibilidad satisfecha" (op. cit., p. 131).
Pero el no sentir de Verónica las cosas de este mundo desde su "cuerpo muerto" no es sino el final de un proceso de pérdida de la sensibilidad que se inicia con ese síntoma tan característico de la depresión, que es la anhedonia, la incapacidad de gozar, y entonces no podemos sino asombrarnos ante el hecho que Lévinas haya sostenido que el modo fundamental de la relación entre sujeto y mundo sea no la Sorge de Heidegger (1927, 1963), sino el gozo. Si aceptamos este postulado, se nos aparecen como perfectamente coherentes afirmaciones tan dispares de Verónica como decir que su cuerpo está muerto y al mismo tiempo quejarse de que no le siente el gusto a las comidas. El sentirle o no el gusto a las comidas presupone el acto de comer y éste a su vez, el estar vivo, lo que se contradice con su afirmación de que ella está muerta. Lo que sucede es que Verónica ha perdido la capacidad de gozo y esto le ocurrió ya -según sabemos por la historia- desde poco antes de caer en el delirio nihilista de Cotard. Y no poder gozar es sinónimo de muerte, porque "la vida es sensibilidad satisfecha". El movimiento regresivo del proceso de subjetivación va desde el cuerpo amante al cuerpo soberano, del cuerpo soberano al cuerpo hambriento y de éste al cuerpo muerto, que es el cuerpo del delirio nihilista.
Pero la forma más perfecta de relación con el mundo y con la alteridad se alcanza a través del prójimo. Lévinas destaca en esta relación dos elementos: el rostro y la caricia. El rostro del otro es la trascendencia personalizada y a través suyo, a través del rostro del ser amado se me muestra la humanidad entera en su indefensión. Y por eso es que la relación con el otro es fundamentalmente ética, porque al descubrir el Yo la fragilidad de todos en el rostro del ser amado se siente inclinado a decir: "Heme aquí; yo me hago cargo de ti". Ahora bien, el vehículo más singular y propio de acceso al otro es la caricia: "La caricia, como el contacto, es sensibilidad; pero la caricia trasciende lo sensible... La caricia consiste en no apresar nada... (Ella) busca, registra. No es una intencionalidad de develamiento, sino de búsqueda: marcha hacia lo invisible. En cierto sentido expresa el amor, pero sufre por incapacidad de decirlo." (Totalidad e Infinito, p. 267). No podemos entrar aquí en una explicación más detallada de la fenomenología de la caricia. Queremos sólo señalar el hecho que si aceptamos que estos dos elementos sensibles, el rostro del otro y la caricia a través de la cual yo me acerco a él, son fundamentales en la constitución de la intersubjetividad, tendremos que reconocer que en los grados profundos de depresión ambos se encuentran prácticamente ausentes. Para Verónica los otros más que rostros son máscaras y ella misma se siente como tal cuando se extraña de que sus hijos puedan estar queriendo a una madre "artificial", vale decir, tan irreal como una muñeca de trapo. Los otros no son un rostro para ella ni ella lo es para los otros. Todo el misterio del rostro ha desaparecido y tanto sus hijos como ella se han transformado en seres inanimados, en "artificios". Así como ella lo es también para su marido: "Cómo se va a acostar con una muerta". Y si es que no puede reconocer sus rostros, con mayor razón aún no los podrá acariciar, tema al que ella se refiere expresamente cuando insiste una y otra vez en su incapacidad de "sentirlos" como personas (vivas) cuando los toma en sus brazos.
La depresividad sería entonces la pérdida de la inserción misma del hombre en el mundo y con ello de toda posibilidad de trascendencia. Y esto que hemos logrado descubrir a través del análisis de las vivencias de una paciente con sindrome de Cotard viene a corresponder exactamente con aquello encontrado por nosotros en el análisis fenomenológico de un estupor depresivo (Dörr-Zegers y Tellenbach, 1980): la cosificaclón y crematización del cuerpo como rasgo central de la depresividad.
Referencias
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Finalmente, el objetivo, el propósito del acto exhibicionista, lo que podríamos llamar el gol, la verificación de que se obtuvo lo que se buscaba: la mirada de la víctima, no cualquiera, se trata de suscitar una determinada mirada. Una mirada de indiferencia significaría la mayor decepción para el exhibicionista. Su mayor satisfacción, por el contrario, está en la mirada que expresa al mismo tiempo la angustia o el terror, el rechazo que indica que se ha vulnerado el pudor del otro pero también que se ha alcanzado su curiosidad, el interés, la satisfacción, la mirada que muestra que el otro ha quedado conmovido en su deseo cómplice, involucrado con su goce, pero en su goce desconocido, el que está en ruptura con sus represiones.
Generalizando estas condiciones podemos obtener la pauta del lazo entre el psicópata y su partener neurótico, al que podemos llamar víctima, por qué no, siempre que la contemos como víctima cómplice, ya que el neurótico, a diferencia del instantáneo acto exhibicionista, se ofrece y se incluye con todo su ser y su subjetividad, a veces aun se aferra, en el movimiento psicopático. Probablemente no todos los neuróticos. Algunos disponen de sistemas defensivos que les impiden implicarse en ese lazo.
Para terminar voy a hacer algunos comentarios sobre una película que presenta el paradigma de la relación del psicópata con su pareja. Una película no es un caso clínico, pero en circunstancias como esta puede suplirlo muy bien, en especial porque cualquiera que quiera puede verla. Se trata de Il sorpasso, un film de Dino Rissi con Vittotio Gassman como protagonista, el psicópata. Jean Louis Trintignant hace el papel del partener.
La secuencia inicial, mientras se pasan los títulos, muestra al protagonista entrando en su auto convertible descapotado en un pueblo desierto que después se sabrá que son las afueras de Roma adonde se dirige. Pocos segundos después se muestra una señal de contramano en una bifurcación que no impide que nuestro sujeto entre por ella con la mayor naturalidad y también celeridad. La violación de las reglas de tránsito son la trama permanente de la acción. Il sorpasso que da el título de la película, adelantarse, pasar a otro en la ruta -gran parte transcurre en el andar en las rutas- es siempre el adelantarse irregularmente y a veces imprudentemente.
No hay nadie, todas las persianas de los negocios están cerradas. La escena muestra bien la soledad del psicópata en busca de su víctima, alguien a quien hablar. Busca un teléfono que no encuentra porque está todo cerrado. Intenta a través una persiana por donde alcanza el tubo pero no puede colocar la moneda.
En medio de ese desierto hay un tipo único que está en una ventana mirando, su curiosidad lo llevó ahí aunque se esconde al ser visto. Es un estudiante, encerrado preparando sus exámenes de derecho en el calor del verano de Roma.
Sin pérdida de tiempo nuestro protagonista le indica el mensaje, el número y a quién llamar para que telefonee por él. Pero no da su nombre. En pocos minutos no sólo entra a hacer la llamada sino que queda cómodamente instalado en un sofá y luego usando las instalaciones del baño.
Después se lo lleva con él, al estudiante, casi como copiloto. Pasa las luces rojas, insulta a los obreros que encuentra en el amanecer de Roma lo cual es muy indicativo de su posición subjetiva: los tacha de serviles y los insta a rebelarse de su yugo. Se burla de los que hacen esfuerzos, por ejemplo, de los ciclistas en la ruta. O la burla al viejo que hace dedo, lo hace correr hasta alcanzar el auto y cuando está por llegar arranca y se va.
Luego se suceden varios episodios familiares que implican la caída de los ideales neuróticos del partener. El estudiante periódicamente se resiste, se pregunta por qué aceptó venir y se propone volver a su casa a estudiar. Pero termina quedándose, o volviendo cuando se ha ido.
Al principio reacciona con cierta indignación ante las burlas, o protesta por las violaciones y se resisten a la velocidad. Pero, paulatinamente, entra en el juego. Al final resulta totalmente cómplice, pasa más allá de sus inhibiciones y entrega su consentimiento a esas formas de goce: dale, más rápido, pasalo, es él ahora quien dice esto al conductor. Se alegra de las vicisitudes de esos dos días que han transcurrido sin la constricción de un programa previo. Son los dos días más lindos de mi vida, dice.
No voy a comentar el final. Sino solamente destacar los mecanismos por los cuales nuestro psicópata va obteniendo de su acompañante -acompañante casual, contingente, pero a su vez necesario una vez que se produjo el encuentro- el atravesamiento de las restricciones superyoicas hasta llegar a producir el consentimiento para el goce de lo que, hasta ese encuentro, funcionaba para él con el estatuto de lo prohibido.
Nota al pie:
1 Conferencia presentada en el 7º Congreso Internacional de Psiquiatría organizado por la AAP el 18 de octubre de 2000. Mesa Redonda: "Psicpoatía".
2 Profesor Titular Segubda Cátedra de Psicopatología Facultad de Psicología UBA.